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Afganistán: la historia que poco conocemos

Las imágenes de las calles instantáneamente vacías por miedo a la repentina llegada de los talibanes a Kabul y luego la desesperación de todos los que querían salir de sus fronteras nos ha remecido… como muchas tragedias pasadas y presentes, con una particularidad: el posible y terrible destino de las mujeres. Hoy se nos hace insoportable ver a una mujer subyugada en sus libertades fundamentales y saber que las niñas pueden sufrir la coerción de su autonomía progresiva, el sometimiento total a la autoridad masculina y la carencia de educación y desarrollo. La igualdad y los derechos de la mujer son de todas las mujeres, conquistados por la lucha durante décadas de mujeres en todo el mundo.

Nos conmueve imaginar qué le espera a Afganistán, a su gente, a sus niños, a sus mujeres. ¿Qué podemos hacer? ¿Qué debemos aprender de esta tragedia? Claramente no se puede embarcar en aviones a todo el país, tampoco se le puede cerrar la puerta del desarrollo y el progreso a unas gentes que, hasta el asesinato en 1978 del presidente Mohammed Daoud Khan por agentes soviéticos, habían vivido en sus valles y montañas, con diferencias tribales y culturales que se saldaban por las armas o acuerdos formales e informales para cambiar reyes y príncipes, como sucedió con la insurgencia contra el Imperio Británico en el siglo XIX. Como señala Rima Amiri (Time, 2/09), la narrativa sobre Afganistán como país belicoso se fue construyendo por la guerra civil alimentada por intereses rusos, paquistanos y estadounidenses y por la lucha ideológica entre conservadores islamistas y reformistas.

La respuesta reside en Afganistán mismo, como lo están demostrando las valientes mujeres y hombres que desfilan con pancartas en las calles de algunas ciudades reclamando sus derechos, venciendo el miedo y las amenazas, y demandando paz y progreso. Son las propias mujeres y hombres afganos que tienen sobre los hombros la tarea de levantar al país, dentro de cánones islámicos que interpreten a los musulmanes y a todas las etnias, religiones y estilos de vida, un país rico en recursos naturales y culturales, un país que ha sido tránsito y acogida de viajeros desde siempre. El vocero talibán llama a la calma y promete un régimen distinto al anterior, habrá que monitorear y cobrarle la palabra empeñada.

Cumplir con la obligación internacional de otorgar refugio a quienes lo solicitan es un paso. Más importante es movilizarse para apoyar a las mujeres líderes que permanecen en el país, y a las millones que quieren una vida mejor para sí mismas y sus hijas. Esto se puede hacer dando a conocer internacionalmente su trabajo, conectándolas con sus pares en el mundo; se debe promover el apoyo por parte de agencias ONU como Unicef, UNFPA y OIT, a las redes sociales que desarrollan la educación, la salud, la formación y el empleo de mujeres y jóvenes; conectar a ONGs locales e internacionales que trabajan por el desarrollo sostenible con sus pares de otras latitudes y con posibles patrocinadores y proyectos como She-Trade; exigir que las agencias de financiamiento para el desarrollo como el Banco Mundial respeten los acuerdos internacionales sobre empresas, igualdad de género, y derechos humanos, y sobre medio ambiente, al otorgar créditos, y que ayuden a las autoridades a imponer los mismos a los inversionistas extranjeros; e instar al Consejo de Derechos Humanos que junto a la Alta Comisionada monitorean específicamente el progreso de mujeres y niñas en el país.

Chile, en conjunto con otros países de América Latina, puede usar su presencia en órganos multilaterales y desplegar su diplomacia para hacer una declaración explícita por los derechos de las mujeres afganas y proponer protección internacional para ellas con formas concretas de apoyo, como las mencionadas, asegurando que la comunidad internacional no abandone a las mujeres y niñas de Afganistán.

Debemos alzar nuestra voz para denunciar una vez más que el camino al desarrollo no es con las armas. Como proponen Phillips y Glennie (IPS 30/08), debemos lograr que se debata por la comunidad internacional cómo, a qué costo y quiénes deciden que para ayudar o “desarrollar” a un país hay que ocuparlo. En el caso de Afganistán, eso habrá que cobrárselo a los presidentes Bush y Obama, iniciador el primero de la ocupación y continuador el otro de esta política, y — antes de ellos —, al líder del Soviet Supremo, Leonid Brézhnev, responsable de la invasión por la URSS a Afganistán en 1980 y cuyo “gobierno” en el país duró apenas tres años antes de que quedara claro, para el último líder soviético Mijaíl Gorbachov, que debían salir (lo que se concretó finalmente en 1989 con la caída del Muro de Berlín). En total, más de 40 años de ocupación extranjera y conflicto, y en el caso de estos últimos 20, a un costo de un trillón de dólares americanos solo para EE.UU.

El presidente Biden adujo frente al mundo que no quiere otros 20 años de guerra. Buena razón. Lo que tiene que explicar, sin embargo, es porqué decidió la salida de las tropas antes del plazo que se había pactado y de forma tan precipitada, dejando de paso un ejército local desmoralizado y sin dirección, así como una estela de cuestionamientos, muertes y sufrimiento. Su responsabilidad era asegurar una salida honorable que, por un lado, permitiera proteger a los miles de colaboradores de las fuerzas aliadas, y por otro, facilitara el acuerdo que se estaba forjando con un futuro gobierno talibán que podía incluir a lo menos la mantención de una cierta institucionalidad y la incorporación de representantes de tribus y etnias diversas, el respeto a la prensa, y que asegurara muy especialmente los derechos de las mujeres a la educación y la participación.

Debemos recordar que en estos años desde la aprobación de una primera Constitución en 2003, que contó en la época con el decidido apoyo del Secretario General de ONU, Kofi Annan, se han realizado nueve elecciones con participación de un 48% del electorado hombres y mujeres, la representación de mujeres en el parlamento fue una de las más altas de Asia del Sur, la población urbana se ha doblado, la vida artística — incluyendo graffitti y música popular moderna — había explotado y hubo activa cobertura por redes sociales de las negociaciones en Doha.

Poco se ha dicho que desde hace casi un año se desarrollaban en Doha, Qatar, negociaciones entre EE.UU., cercanos al presidente Ashraf Ghani y representantes talibanes para hacer una entrega ordenada del poder en Afganistán. Al futuro Emirato Talibán solo le faltaba culminar esa negociación para declarar una victoria que se había venido anticipando desde el anuncio de Trump sobre el retiro gradual de tropas de Afganistán e Irak en enero de 2020. Todos sabían que los talibanes no solo nunca salieron del país durante los 20 años de la ocupación estadounidense y de miembros de la Otan sino además habían reasentado su poder gradualmente provincia por provincia por lo que el desenlace era claro. Lograr conversar sobre una transición ordenada y con ello plasmar las condiciones de una paz duradera en sí mismo ya era un triunfo para EE.UU. y para el propio pueblo afgano.

Cuatro mujeres lideres afganas fueron parte de las negociaciones en Doha, que además de los talibanes, incluían al ex presidente Hamid Karzai y al ex lider del Consejo Supremo por la Reconciliación Nacional, Abdullah Abdullah. Entre ellas, Fatima Gailiani (DW 27/08), ex presidenta de la Cruz Roja Afgana y comisionada constitucional en 2003 quien relata que el acuerdo contemplaba la retirada de las tropas extranjeras al 15 de septiembre del 2021.

Ella misma se pregunta ¿qué precipitó la decisión un mes antes de lo acordado? ¿porqué se produjo de esta manera si se estaba asegurando una transición ordenada? ¿es verdad que el presidente escapó con maletas de dinero sin cumplir su promesa de ser el último en salir del país para garantizar así los términos del acuerdo? La historia dirá, pero Fatima condena a los responsables. Y llama a los talibanes a establecer un gobierno inclusivo y a la comunidad internacional a asegurarlo. Los talibanes ganaron la guerra, pero la gente afgana debe ganar la paz.

— 6 de septiembre de 2021