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La calle y las urnas: un trayecto chileno

Primera Línea — Barricadas, Viviana Méndez Moya.

El 25 de octubre de 2019, 1 millón 200 mil personas se congregaron para protestar en Santiago de Chile. La manifestación no solo estuvo caracterizada por su masividad (la mayor desde el regreso a la democracia), sino por su pluralidad. Llegaron personas de todos los sectores económicos y, aunque buena parte eran jóvenes, de todas las edades. La multiplicidad también fue evidente en la enorme heterogeneidad de las razones para estar allí, expresadas en los carteles que portaban los manifestantes. Además, sin líderes, sin discursos políticos (reemplazados por frases en las pancartas y en las paredes), y con un rechazo manifiesto a que los actores políticos figuraran en ellas, esta manifestación, como todas las que le antecedieron y siguieron, se caracterizó por algo esencial: la defensa permanente de su autonomía respecto a la clase política.

La marcha del 25 de octubre no inició el llamado estallido social, un conjunto de movilizaciones a lo largo del país que incluyeron manifestaciones pacíficas y disturbios violentos:enfrentamientos con la policía, saqueos, quema de estaciones de metro, cortes de carrreteras, ataques a comisarías, entre otros. Pero tuvo un efecto especialmente importante: señalar que esto no era un problema de los escolares que empezaron a saltar los torniquetes del metro un par de semanas antes en protesta por el aumento del costo de los pasajes. No era solamente una cuestión de un grupo minoritario de violentos, o el resultado de la intervención extranjera como sugirió el presidente Piñera. La “marcha más grande de Chile” como se la llamó, fue una evidencia de que las protestas, como las encuestas mostrarían consistentemente, tenían un masivo apoyo ciudadano. Lo tenía porque aquello que expresaba era una saturación generalizada por una vida social con exigencias desmesuradas y abusos extendidos, que había que vivir con grados de incertidumbre y renuncias muy altas.1 Si el estallido no acabó allí, éste fue quizás uno de los puntos de inflexión más importantes, si no el más. Empujó al gobierno a admitir que esto no era cosa de un grupo, era un asunto de la sociedad en su conjunto.

Junto con este reconocimiento, los acontecimientos del estallido empujaron, luego de la sorpresa, a buscar un espacio de acción para los partidos políticos, fuertemente cuestionados por “la calle”; una manera de nombrar tanto a quienes se movilizaban como a aquellos que los apoyaban por medio de las encuestas de opinión y los medios de comunicación. Los partidos de izquierda, y también de centro-izquierda, fueron quizás los más afectados por esta necesidad. Se encontraron posicionados entre una calle que no los reconocía como parte de sí y la búsqueda de actuar políticamente en representación de ella. Impulsar la demanda por una nueva constitución fue el camino más importante que decidieron seguir.


Alrededor de tres semanas después de la gran marcha, los diferentes partidos del espectro que va desde la derecha hasta la izquierda, con excepción del Partido Comunista y el Frente Regionalista Verde Social, acordaron lo que se denominó el Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución. Por supuesto, esto no estuvo exento de críticas y debates. Para el sector más duro de la derecha, el que se había opuesto sistemáticamente a este cambio, ésta fue una derrota política, fuertemente resistida, a la que tuvieron finalmente que ceder ante la amenaza de desgobierno. Un temor que en esas semanas probablemente se constituyó en el sentimiento más extendido para los actores de la política institucional. Para algunos sectores más radicales de la izquierda, elegir entre todas las demandas en juego, el cambio constitucional fue considerado una selección arbitraria e interesada, y una forma de desactivación de las protestas.

A pesar de ello, el camino hacia el plebiscito se abrió y con fuerte apoyo ciudadano. Las movilizaciones encontraron una forma de expresión política que fue aceptada y a la cual se adhirió buena parte de la ciudadanía. La política chilena había conseguido, otra vez, procesar las demandas ciudadanas.

Toda la izquierda se unió en la campaña por el Apruebo, incluidas las fuerzas que se negaron a firmar el Acuerdo por la Paz y la nueva Constitución. La derecha fue tensionada por el proceso. Figuras relevantes de la derecha y la centro-derecha, en contra de sus propias colectividades en muchos casos, dieron su apoyo a la opción Apruebo, y, aunque el presidente Piñera se negó a tomar posición, varios de sus ministros declararon públicamente que votarían por esta opción. Líderes empresariales e intelectuales asociados con la centro-derecha y derecha chilena, también lo hicieron. La campaña del Rechazo también fue muy activa. Sus argumentos básicamente aludieron a lo innecesario de producir un proceso tan costoso para algo que podía resolverse con modificaciones puntuales, y apelaron al temor, por ejemplo, por las consecuencias del mismo con alusiones a la amenaza a la propiedad privada o la estabilidad económica del país.


El 25 de noviembre de 2020, una año después de la gran marcha, y con la pandemia de por medio, se llevó a cabo el plebiscito en el que debería decidirse si chilenos y chilenas aprobaban o no cambiar la Constitución. También debían decidir cuál sería el órgano que se encargaría de redactarla: una Convención Constitucional (en la que todos sus miembros serían elegidos por la ciudadanía) o una Convención Mixta Constitucional (constituida por 50% de miembros elegidos por la ciudadanía y 50% por los parlamentarios). La votación a favor del cambio de la constitución fue aplastante (78,28% a 21,72%), como también lo fue la elección de la Convención Constitucional (79%).

¿Puede el abultado triunfo del Apruebo considerarse una expresión de que los partidos de la izquierda o centro-izquierda encontraron un espacio, y una reafirmación de su papel de mediación? No parece tan claro que responder afirmativamente. Veamos por qué.

Primer argumento

Tras este resultado se esconden un conjunto heterogéneo de razones y posiciones. La pluralidad de razones hace que si la masividad del voto por el Apruebo y por la Convención Constitucional es una buena noticia para el país, ella también es un verdadero desafío. Suma a la complejidad de la situación actual y a la dificultad para predecir lo que ocurrirá en lo que resta del proceso.

Cambiar la Constitución ha sido una demanda de larga data de la izquierda y centro-izquierda. Fue, de hecho, una iniciativa que se intentó, sin éxito, avanzar en el segundo gobierno de Michelle Bachelet. La constitución de 1980, que rige aún el país (aunque fue modificada parcialmente en el 2005 por el gobierno del centro-izquierdista Ricardo Lagos), fue producida en la época de la dictadura pinochetista, por una comisión designada. Una razón para el Apruebo, por tanto, era su enorme peso simbólico expresivo de una democratización inacabada.

Otra razón ha sido la consideración que la Constitución de 1980 es uno de los más exitosos candados y garantes del modelo neoliberal (la preservación de los privilegios y prerrogativas del mercado, así como del modelo de Estado subsidiario), a la base de abusos del mercado; extrema falta de protección social de las personas; agobio por una relación laboral muy mal regulada; el alto costo de la educación vinculado con su privatización, etc. Este argumento produjo como efecto que en el contexto actual, la modificación constitucional se vinculara con expectativas transversales a diferentes grupos sociales que, en simple, el cambio constitucional traería una mejora en las condiciones de vida.

Pero no todas las razones para defender el Apruebo tuvieron esta raigambre vinculada a posiciones de izquierda. Otra razón en el debate público y en las redes, estuvo más bien vinculada con que el cambio de la constitución era una vía para salir de la situación contenciosa. Lo anterior no solo desde una perspectiva instrumental, como se criticó, sino también por una suerte de reconocimiento que, en efecto, el país debía cambiar. Incluso para algunos que consideraban que el cambio constitucional no era, en rigor, necesario, el Apruebo resultaba deseable porque suponía hacer un reconocimiento a las demandas de cambio, y constituía una señal de la disposición a empezar un camino de transformación.

Finalmente, aunque de otro orden, otra razón en juego era la idea de un nuevo pacto social construido a partir de la participación ciudadana real. La nueva constitución fue cargada con significados vinculados con una suerte de reinicio. Una nueva arquitectura de la forma de organización de la sociedad y sus principios, la que debería ser resultado, eso sí, de la participación directa de la ciudadanía, sin presencia de parlamentarios u otros actores políticos. Una posición que se defendió con argumentos relativos al valor de la participación ciudadana, pero sobre todo, por el rechazo al mundo político. El peso de esta opinión se expresó claramente en el altísimo porcentaje de aprobación de la Convención Constitucional.

Segundo Argumento

El cambio de la Constitución fue aprobado masivamente porque participaron en este triunfo, también, votantes que históricamente habían dirigido su voto a la derecha y centro-derecha. Por ejemplo, aunque de las 4 comunas en las que ganó el Rechazo tres correspondían a las más ricas de Chile, la votación obtenida para este triunfo fue significativamente inferior al apoyo que la derecha ha recibido históricamente en ellas. Lo anterior significa que si es cierto que estamos ante el triunfo de una demanda histórica de la izquierda, no está garantizada la composición de la Convención y, por lo tanto, que los resultados de todo el proceso estén a la altura de las expectativas transformadoras que estos partidos han depositado en él. Predecir la conducta de los electores es muy difícil, además porque la aprobación del proceso constitucional no responde, como vimos, a razones ideológicas alineadas necesariamente con las propuestas de la centro-izquierda y la izquierda institucional. No solo porque participaran en ella votantes históricos de derecha o centro-derecha, como señalamos, sino porque si bien un ethos transformador recorre la sociedad chilena, las direcciones de esa transformación aún están por definirse. Como lo muestran tanto la pluralidad de demandas en las manifestaciones, como el contenido de las conversaciones en diferentes ámbitos que las han acompañado (prensa, cabildos, asambleas, seminarios, conversaciones abiertas), las personas están de acuerdo con que las cosas deben cambiar, pero no necesariamente en el contenido de ese cambio.

Por otro lado, y a pesar del éxito de la clase política para llegar a acuerdos y encauzar este proceso, así como el compromiso activo en medio de la pandemia por alinearse con lo que consideraron eran las necesidades de la ciudadanía, la relación con ésta se encuentra aún muy dañada. Una encuesta en diciembre de 2019 reveló que la confianza a los partidos políticos era solo de 2% de los entrevistados. La evaluación de los congresistas no era mucho mayor: solo el 3% aseguró tenerles confianza2. Hoy la situación es algo mejor, pero solo algo. La activa respuesta de los congresistas en estos meses en promover demandas ciudadanas de ayuda frente a la pandemia (más allá de la calidad de las mismas) ha mejorado la situación general, pero esta mayor valoración aún es muy baja y muy poco sólida3. En este marco, el proceso constituyente está poniendo a prueba a los partidos políticos y los pondrá aún más. Una de las inciativas que avanza actualmente en el Congreso es la de realizar una modificación constitucional para permitir la participación de personas o listas independientes, una idea que los partidos hubiesen preferido evitar abriéndose más bien a recibir a independientes en sus listas. Cuál será el efecto de esta medida está por verse, pero con mucha probabilidad va a implicar una enorme dispersión del voto. Esto es más significativo aun cuando la izquierda y centro-izquierda no ha logrado ponerse de acuerdo en una lista única para este proceso. La posibilidad de una derrota y sobre todo de la pérdida de protagonismo es alta.

Tercer Argumento

Existen aspectos en este proceso que indican que un espíritu progresista ha logrado expandirse y legitimarse en torno a las luchas identitarias. Los casos de las mujeres y los pueblos orginarios son relevantes. Ellos se expresan en la conformación de la Convención Constitucional en la modalidad de la paridad de género y de los escaños reservados para los pueblos indígenas. En el último caso se han reservado 17 escaños para diferentes pueblos originarios, mientras se encuentra en discusión un escaño para los afrodescendientes. La Convención por su parte será paritaria en términos de género (en una proporción de 45%-55%), lo que también aplica a los escaños reservados para pueblos originarios.

Se trata de cambios reales y muy importantes. La paridad es un enorme logro, resultado de un trabajo coordinado transversal de organizaciones de mujeres, de grupos feministas y figuras relevantes, pero que debe leerse en el contexto de una creciente legitimidad social de las demandas feministas, fuertemente impactado por las movilizaciones del 2018. Pero, quizás aún más relevante, es la enorme modificación que los escaños reservados significan para las formas en que se ha tratado la cuestión indígena en el país. Una situación caracterizada, en el caso de los Mapuche, el pueblo originario más numeroso en el país, por un conflicto endémico con grados de violencia y represión en aumento en el sur del país, frente al cual el estado ha tenido un fracaso constante en sus intentos por resolverlo. Una causa además mayoritariamente presente en las movilizaciones sociales que empezaron en abril. Al reconocimiento de estos dos grupos se suma el de los discapacitados. Se establece que cada lista incluya un 5% de discapacitados.

Pero, estos logros no necesariamente suman a favor de los partidos políticos. Primero porque la opinión pública avara en reconocimientos con la clase política tiende a entregárselo a las organizaciones o movimientos sociales, o incluso a “la calle”. Segundo, porque no hay garantías aún de cuáles serán las consecuencias de este diseño. Aunque hay razones para considerar esto un avance en la democracia, hay razones para preguntarse en qué medida este modelo aportará o no a fortalecer a los partidos, o al contrario, los volverá cada vez más innecesarios a los ojos de la ciudadanía.


Estamos al comienzo del camino y no está escrito el final. Ha sido un gran logro para Chile llegar a este momento. El sistema político chileno volvió a manifestar, una vez más, en la región su especificidad. El sistema de partidos políticos, a pesar de sus dificultades, mostró una vez su capacidad para procesar demandas sociales, para encontrar puentes y acuerdos partidarios. Sin necesariamente resolver la distancia entre los actores sociales y la representación política, una vía conflictiva y consensuada se abrió. El camino de la constitución no fue necesariamente la única reivindicación de la calle, pero la constitución, gracias a los partidos, se volvió el camino de las urnas.

Sin embargo, para los partidos políticos de izquierda y centro-izquierda, hay muchas nubes negras que acechan y los riesgos son mayores. Por ejemplo, un riesgo de esta apuesta es volver a decepcionar las expectativas de las personas. Un elemento que ha aportado al apoyo al Apruebo, como señalamos, es la esperanza que este proceso constitucional traiga verdaderos cambios a las condiciones de vida. Es obvio que no será así en el futuro próximo. Incluso si este proceso resulta exitoso, no es a corto plazo que se verán los resultados. La pandemia, previsiblemente, profundizará el ciclo que habíamos empezado a transitar en la región, con lo que se anuncian años de mucha dureza económica. En un contexto de desencanto generalizado de la población, la ruptura de esta expectativa será un duro golpe que puede revertir de manera importante en un aumento de la desafección política. Más importante aún: si en Chile la izquierda y la centro-izquierda han logrado avanzar en sus agendas gracias a “la calle”, esa calle es también, y precisamente, la que de manera central pone en peligro su continuidad. A menos, claro, que encuentre una manera rápida y creativa de poderse re-inventar.